Un desahogo
nocturno no viene mal al hombre cansado, bañado en sudor, y de pensamientos
mezquinos. Previo a subir a la habitación,
en la que yace una mujer hermosa, de ojos verdes intensos, que ha convivido
siete años conmigo, no es lo primero que tengo en mente. Fueron noches eternas,
cuerpo a cuerpo, en lucha indiscriminada, palmo a palmo, centímetro a centímetro.
Ella, la virgen menor de cuatro hermanas, se
enamoró de mí, mientras perseguía a la mayor. Estúpido fue admitir que las
deseaba a todas. Era un hombre en busca del placer eterno, y frente a mí,
cuatro hermosas criaturas. No olvidare, la sensación, de tener debajo de mí, a
la segunda de ellas, quien sonreía a cada paso de mi endurecido órgano, hasta
que finalmente exhaló un aliento caluroso en aquel dormitorio de la tercera
hermana, quien escondida en el baño, no deseaba que supieran lo que habíamos
convivido.
La menor era indiferente al principio, pero
luego comenzó a seguirme con la mirada.
A la mayor le llegó su turno, una tarde lluviosa, cuando había terminado
su relación feliz con su segundo novio. Era el poderoso momento en convertirme
en su muro de apoyo. Primero los besos, luego las caricias, y finalmente sus
pantaletas. Un momento sublime. Pero desastroso
cuando su madre nos encontró sobre el sofá. Fue mi última vez en esa casa.
Un par de años después, me encontré a la
menor, entregando un automóvil del papá en el taller en que laboraba. Aparentemente
jamás tuvo conocimiento de lo que viví con sus hermanas. Y sin lugar a duda, se
había vuelto una criatura hermosa con el paso del tiempo. La invite a salir, y
tres noches después en un hotel barato, consumí el plato final. De las cuatro, ella era la única que vivió su
primera vez. Desde entonces, se desató
la cacería. Ella me seguía a todas partes, hasta que desalojo su dormitorio y
vino a mi humilde morada.